Premio Nobel de Literatura, Premio Nacional de Literatura de Chile.
1889-1957

El 6 de abril de 1889 nacía en Vicuña, pequeña ciudad del valle de Elqui (Chile), Lucila Godoy Alcayaga. Su padre, Juan Jerónimo Godoy, fue un maestro de escuela con una sólida formación en latín, griego, filosofía, literatura y teología, que además escribía versos, como los que dedicó a su hija nada más nacer: «¡Oh dulce Lucila / que en días amargos / piadosos los cielos / te vieron nacer». Petronila Alcayaga, su madre, era modista y bordadora. La niña fue bautizada en la parroquia de Vicuña con el nombre de Lucila María. A los pocos días de su nacimiento la familia se trasladó al pueblo de La Unión, conocido actualmente como Pisco.
Lucila creció en La Unión entre las canciones de cuna que su madre le cantaba para arrullarla y las ausencias de su padre. Las canciones de cuna serían un elemento muy importante en su poesía, composiciones que cogerían protagonismo en su libro Ternura: «Porque duermas, hijo mío, / el ocaso no arde más: / no hay más brillo que el rocío, / más blancura que mi faz. // Porque duermas, hijo mío, / el camino enmudeció: / nadie gime sino el río; / nada existe sino yo».
Juan Jerónimo Godoy abandonó definitivamente a su familia cuando la pequeña Lucila tenía tres años, según algunos biógrafos de la escritora, por encontrarse sin trabajo como docente y no poder mantener el hogar. Petronila Alcayaga decidió dejar La Unión y establecerse con Lucila en Montegrande, pueblo donde vivía su otra hija, Emelina Molina Alcayaga (quince años mayor que Lucila y fruto de un matrimonio anterior ) que ejercía en el pueblo como maestra. La figura materna sería esencial en la infancia de la poetisa, como lo atestigua su composición en prosa «Evocación de la madre», una de las páginas más emotivas de su creación: «y a la par que mecías, me ibas cantando […]. En esas canciones tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo».
Al lado de su hermana Emelina, Lucila recibió las primeras lecciones, tuvo el primer contacto con material escolar y aprendió a leer. Años más tarde reconocería la importancia de la palabra de su hermana en su formación y le rendiría tributo en su poema «La maestra rural»: «La Maestra era pobre. Su reino no es humano. / (Así en el doloroso sembrador de Israel). / Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano / ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!».
Lucila vivió su infancia rodeada por las montañas de los Andes en el valle de Elqui, su verdadera patria a la manera rilkeana, el lugar que siempre la acompañaría y al que siempre querría volver a través de sus poemas: «Un río suena siempre cerca. / Ha cuarenta años que lo siento. / Es canturía de mi sangre, / o bien un ritmo que me dieron. / O el río de Elqui de mi infancia / que me repecho y me vadeo. / Nunca lo pierdo; pecho a pecho / como dos niños nos tenemos».
Las montañas, los ríos, el canto de los pájaros, conformarían su posterior universo poético. Los árboles, las flores, las semillas de fruta, las piedras de formas sugerentes serían sus amigos, los juguetes de su infancia rural.
Adolfo Iribarren, enseñó a la inquieta niña botánica, biología, geografía y astronomía. Los cuentos, fábulas y leyendas de la región, que conoció a través de los relatos de las gentes del lugar, completarían su formación. Lucila diría, de su infancia rural, que de volver a nacer no elegiría otro lugar para hacerlo «por conservar los sentidos vívidos y hábiles siquiera hasta los doce años y saber distinguir los lugares por los aromas; por conocer uno a uno los semblantes de las estaciones: por estimar las ocupaciones esenciales […] de los hombres: el regar, el vendimiar, el ordeñar, el trasquilar».
Lucila abandonó su adorado valle de Elqui para ingresar en la Escuela Superior de Niñas de Vicuña. La experiencia resultó traumática para la niña, pues fue acusada de haber robado unos cuadernos de papel y sus compañeras la apedrearon. Lucila se negó a defenderse, y aunque era inocente, abandonó la escuela. A su regreso al hogar familiar pasó una época sin querer volver a estudiar. Se reencontró con sus amigos, su valle y la naturaleza del lugar.
En 1901, Lucila, su madre y su hermana Emelina, abandonaron el valle de Elqui y se desplazaron a la población de La Serena, donde la figura de su abuela materna, Isabel Villanueva, cobró especial importancia en su formación al acercarle al estudio y conocimiento de la Biblia. Desde La Serena se trasladó la familia a la población costera de Coquimbo, donde Lucila vio por primera vez el mar. La playa se convirtió para ella en un nuevo espacio de libertad, en otro paraíso más de su infancia con la naturaleza: «Y ahora va a ser el único: / ni viñas ni olor de pueblos, / ni huertas ni araucarias, / sólo el gran aventurero. / Déjame, mama, tenderme, / para, para, que estoy viéndolo. / ¡Qué cosa bruja, la mama! / y hace señas entendiendo. / Nada como ése yo he visto».
Lucila escribió sus primeros versos con trece años. La niña no volvió a ser matriculada en el colegio y comenzó su formación autodidacta.
En 1903 comenzó a trabajar como maestra en la escuela del pueblo de La Compañía Baja, cerca de La Serena; a esta profesión consagraría toda su vida: «¡Señor! Tú que me enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra. / Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes […] Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes».
Conoció al periodista Bernardo Ossandón, quien le permitió el acceso a su biblioteca, lo que sería crucial en la formación de Lucila. En esa época se acercó a autores que ya nunca la abandonarían: novelistas rusos, el poeta Federico Mistral y el pensador francés Michel de Montaigne. El 30 de agosto apareció en el periódico El Coquimbo su primera publicación, el cuento «La muerte del poeta», que firmó con su nombre verdadero.
En 1905, decidió formarse como maestra, para lo que solicitó su ingreso en la Escuela Normal de La Serena, pero fue rechazada por las ideas vertidas en sus artículos periodísticos, al ser consideradas ateas y revolucionarias, impropias de una maestra destinada a formar niños. Sin embargo continuó impartiendo clases en la escuela de La Compañía, donde enseñaba a los niños durante el día y a los peones y obreros por la noche. Colaboraba en el periódico La Voz de Elqui aún bajo su nombre verdadero, aunque en algunas colaboraciones utilizó los seudónimos de Soledad, Alguien, Alma, x, Alejandra Fussler, y el que le acompañaría más tarde para siempre, Gabriela Mistral.
Su preocupación por la educación de la mujer se plasmó en el artículo «La instrucción de la mujer» , que apareció publicado en La Voz de Elqui, texto en el que solicitaba que las mujeres tuvieran derecho a la educación.
Lucila fue trasladada a la escuela de La Cantera, en un pueblo dentro de la provincia de Coquimbo. En 1908, enseñaba en la escuela de La Cantera, villorrio cercano a Coquimbo. Fue nombrada secretaria en el liceo femenino de La Serena. Algunos de sus poemas fueron incluidos en la antología Literatura Coquimbana, preparada por Luis Carlos Soto, quien saludó a la prometedora poeta en un estudio que dedicó a su obra. En esa época Lucila se acercaba a la obra de Rubén Darío, cuyos alardes verbales, ritmo musical y mundo de princesas versallescas la cautivan.
En 1909 ejerció como maestra en la escuela de Cerrillos (Coquimbo). Continuó publicando en los periódicos El Coquimbo y La Tribuna y comenzó a colaborar en la revista Idea.
Lucila realizó un examen en la Escuela Normal n.º 1 de niñas de Santiago con el fin de obtener el título de maestra, objetivo que finalmente alcanzó. Tras este logro fue destinada a la escuela rural de Barrancas, localidad situada al norte de la capital. Pasó a ejercer como profesora de secundaria en el liceo de niñas de Traiguén, situado al sur del país en la zona conocida como Araucanía, y comenzó una vida itinerante que la llevaría en su profesión de maestra por diversas escuelas e instituciones del país.
Lucila fue trasladada al norte del país, a la región minera de Antofagasta, donde desempeñó el cargo de profesora de geografía e historia. En 1911 fallece, a la edad de 54 años, su padre.
Un nuevo traslado llevó a Lucila cerca de la capital, para desempeñar su cargo de inspectora y profesora de geografía y castellano en el Liceo de Los Andes. Comenzó para ella una etapa feliz y tranquila, en la que se dedicó plenamente a su labor creadora. Publicó algunos poemas en la revista Sucesos y contactó con Rubén Darío, quien en ese momento se encontraba en París dirigiendo la revista Elegancias.
En 1913 Lucila recibió de Rubén Darío una cálida respuesta que la llenó de alegría: en la revista que dirigía el gran poeta saldrían publicados su poema «El ángel guardián» y su cuento «La defensa de la belleza». Así comenzó a usar su seudónimo definitivo, Gabriela Mistral, que alternaba con su nombre verdadero, en publicaciones como la Revista de Educación Nacional y Norte y Sur.
Bajo el nombre de Gabriela Mistral, que ya nunca abandonaría, envió una colección de poemas titulada «Los sonetos de la muerte» a los Juegos Florales de Santiago, concurso organizado por la Sociedad de Artistas y Escritores de Chile. Gabriela obtuvo el primer premio (consistente en una orquídea de oro, un diploma y una corona de laurel), pero no lo recogió por recato, a pesar de asistir a la ceremonia de entrega, en la que se mantuvo alejada como un espectador más. A partir de este certamen adoptó definitivamente el seudónimo de Gabriela Mistral, proveniente quizás de su admiración por los escritores Gabriel D´Annunzio y Federico Mistral.
En 1915 publicó en la revista Ideales su poema «Pinares», escrito a raíz de una visita realizada a Concepción, cuyo paisaje dejó una profunda huella en la poetisa: «La montaña tiene / el pinar vestida / como un amor grande / que cubrió una vida […] El viento reposa / y el pinar se calla, / cual se calla un hombre / asomado a su alma. // Medita en silencio, / enorme y oscuro, / como un ser que sabe / del dolor del mundo».
Descubrió autores que influirían en su obra: Maeterlinck, Amado Nervo, Romain Rolland y Tagore. Vio publicadas muchas de sus composiciones en ese año: «Los sonetos de la muerte» salieron a la luz en la editorial Zig-zag, «La maestra rural» en la Revista de Educación Nacional y poemas como «Plegaria por el nido» o «La prevención» en las páginas de las diferentes revistas con las que colaboraba. En esa época mantenía correspondencia con Manuel Magallanes Moure. El género epistolar sería de gran importancia en la trayectoria de la poetisa, ya que a través del mismo desnuda su alma, muestra su lado más humano, su sensibilidad, sus anhelos y frustraciones.
En 1916 el profesor, abogado y político Pedro Aguirre Cerda entró en la vida de Gabriela Mistral, convirtiéndose en su amigo y protector.
Fue incluida en la antología de poetas chilenos Selva lírica, preparada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya. Poemas como «Los sonetos de la muerte», «La maestra rural» y «El ruego» fueron escogidos por los antologistas para celebrar la nueva voz poética que se alzaba.
En 1918 Pedro Aguirre Cerda nombró a Gabriela por medio de un decreto directora del liceo de niñas de Punta Arenas. La labor que desarrollaba al frente de su nuevo cargo era muy importante: establecía la escuela nocturna para personas adultas que no habían podido estudiar, favoreció la creación de bibliotecas, dicta conferencias, etc. En este lugar, distante y desolado, se reencontró, una vez más, con la maravillosa naturaleza del país austral, lo que le permitió escribir «Paisajes de la Patagonia», poemas que incluiría dentro de su primer libro: «Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa; / miro crecer la niebla como el agonizante, / y por no enloquecer no cuento los instantes, / porque la noche larga ahora tan sólo empieza».
La muerte de Amado Nervo golpeó duramente a Gabriela, para quien el poeta era uno de sus autores favoritos. De ese dolor, dejó testimonio en su poema «In memoriam»: «Amado Nervo, suave perfil, labio sonriente; / Amado Nervo, estrofa y corazón en paz: / mientras te escribo, tienes losa sobre la frente, / baja en la nieva tu mortaja inmensamente / y la tremenda albura cayó sobre tu faz».
En 1920, la importante labor educativa de Gabriela la llevó hasta Temuco, donde fue requerida para mejorar el liceo de la región. Allí se encontró con el joven Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, conocido más tarde como Pablo Neruda. El gran poeta chileno siempre reconocería la importancia del magisterio recibido de Gabriela, a la que dedicó unas cálidas palabras en su libro de memorias Confieso que he vivido: «Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy largos y zapatos de tacon bajo. Era la nueva directora del liceo de niñas. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se llamaba Gabriela Mistral […]. La vi muy pocas veces. Lo bastante para que cada vez saliera con algunos libros que me regalaba. Eran siempre novelas rusas que ella consideraba como lo más extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir que Gabriela me embarcó en esa seria y terrible visión de los novelistas rusos y que Tolstoi, Dostoievski, Chejov… entraron en mi más profunda predilección. Siguen acompañándome».
Luego abandonó Temuco y se fue hacia Santiago para dirigir el Liceo n.º 6 de niñas. Por esta época contactó con el escritor costarricense Joaquín García Monje, quien dirigía la revista Repertorio Americano, de la que Gabriela pasó a ser colaboradora habitual.
En 1922 el gobierno mexicano ofreció a la poetisa participar en el programa educativo dirigido por el filósofo y ministro de educación, José Vasconcelos. Gabriela aceptó el ofrecimiento. Durante esa época Gabriela recorrió México rural y se ganó el cariño de los lugareños, que apreciaron su bondad y sencillez: «Esto en donde no estoy, / en el Anáhuac plateado, / y en su luz como no hay otra / peino un niño de mis manos. // En mis rodillas parece / flecha caída del arco, / y como flecha lo afilo / meciéndolo y canturreando […] Me miran con vida eterna / sus ojos negri-azulados, / y como en costumbre eterna, / yo lo peino en mis manos».
Por iniciativa del crítico español Federico de Onís fue publicado el primer libro de la poetisa, Desolación, en la editorial que posee el Instituto de las Españas de Nueva York.
La estructura del poemario , que se encuentra dividido en las secciones «Vida», «Escuela», «Infantiles», «Dolor» y «Naturaleza», nos permite apreciar que muchos de los temas mistralianos aparecen ya esbozados en este primer libro. El título de la obra describe un paisaje desolado que coincidía con el estado psicológico de la autora: «La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde / me ha arrojado la mar en su ola de salmuera. / La tierra a la que vine no tiene primavera: / tiene su noche larga que cual madre me esconde. // El viento hace a mi casa su ronda de sollozos / y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito. / Y en la llanura blanca, de horizonte infinito, / miro morir inmensos ocasos dolorosos».
Gabriela siguió en México, donde se creó la Escuela Hogar Gabriela Mistral, que publicó a la poetisa sus Lecturas para mujeres, obra de la que se imprimieron 20.000 ejemplares.
En 1924 desde México se dirigió a Estados Unidos, donde dictaba conferencias en varias universidades norteamericanas. Luego recorrió Francia, Suiza, España e Italia.
Su segundo poemario, Ternura, fue publicado en Madrid por la editorial Saturnino Calleja. El libro apareció dedicado a su madre y a su hermana Emelina.
En 1925 regresó a Chile, a La Serena. La Sociedad de las Naciones aprobó su ingreso en el Instituto de Cooperación Intelectual, en el que representaba oficialmente a Latinoamérica.
Luego partió rumbo a París para desempeñar el cargo de consejera del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, mientras en Chile salió a la luz la tercera edición de Desolación.
En 1928 participó en la Primera Conferencia Internacional de Maestros, que tuvo lugar en Buenos Aires, con un texto titulado «Los derechos del niño». Adoptó a su sobrino Juan Miguel Godoy Mendoza, de cuatro años de edad .
Representó a Chile y Ecuador en el Congreso de la Federación Internacional Universitaria de Madrid. Por iniciativa del Consejo de la Sociedad de las Naciones aceptó un cargo en el Consejo Administrativo del Instituto Internacional de Cinematografía Educativa, institución con sede en Roma. Su primer proyecto al frente de este cargo sería la filmación del cuento de Perrault La bella durmiente del bosque.
En 1929 representó a Chile en Madrid, en el Congreso de Mujeres Universitarias. En esta ciudad recibió la noticia de la muerte de su madre, Petronila Alcayaga Rojas, en la población de La Serena, cuya pérdida sumió a Gabriela en una profunda tristeza: «Madre mía, en el sueño / ando por paisajes cardenosos; / un monte negro que se contornea / siempre, para alcanzar el otro monte; / y en el que sigue estás tú vagamente, / pero siempre hay otro monte redondo / que circundar, para pagar el paso / al monte de tu gozo y de mi gozo».
En 1930 poemas suyos fueron incluidos en la Antología de poetas hispanoamericanos preparada por Alice Stone Blackwell para una editorial de Nueva York.
Colaboraciones de la autora se sucedían en las más prestigiosas revistas y suplementos literarios del mundo hispano: El Universal de Caracas, diario Ultimas Noticias, el ABC de Madrid, La Nación de Buenos Aires, El Mercurio de Santiago y el Repertorio Americano de San José publicaban sus artículos y sus famosos «Recados», poemas que serían recogidos más tarde en su libro Tala.
El Gobierno chileno otorgó a la escritora un cargo consular, siendo destacada a Nápoles, donde no podría desempeñar sus funciones por impedírselo el gobierno de Mussolini. Gabriela sería la primera mujer chilena que disfrutara de un cargo diplomático.
En 1936 se estableció en Lisboa, para Gabriela, feliz, tranquila y de gran producción. Escribió la serie de poemas llamada «Saudade», que aparecería incluida más tarde en su libro Tala. Dictó conferencias y colaboró en las principales publicaciones portuguesas. Estalló la Guerra Civil española, acontecimiento que la golpea profundamente.
En 1938 publicó Tala, su tercer poemario. La poeta destinó los derechos de autor a los niños españoles víctimas de la guerra civil. Tala es un nombre alegórico que simboliza la cosecha, unos poemas que están esperando a ser recolectados. En esta obra la poetisa quiere entregarse a los niños, a la tierra. En el libro, además, aparece por primera vez su voluntad americanista, su intención de cantar al gran continente al que pertenece, la importancia concedida al mestizaje y al elemento indigenista en el que ella misma se reconoce: «En el campo de Mitla, un día / de cigarras, de sol, de marcha, / me doblé a un pozo y vino un indio / a sostenerme sobre el agua, / y mi cabeza, como un fruto, / estaba dentro de sus palmas. / Bebía yo lo que bebía, / que era su cara con mi cara, / y en un relámpago yo supe / carne de Mitla ser mi casta».
Después de trece años sin pisar suelo chileno, regresó a su país, donde fue recibida calurosamente y homenajeada por las principales instituciones y por la intelectualidad. Para Gabriela el reencuentro con los paisajes de su infancia resultó muy emotivo. Tuvo la oportunidad de visitar su querido valle de Elqui. La bella naturaleza de su querido Chile le inspiró poemas como «Volcán Osorno» y «Lago Llanquihue»: «Bebo quieta lo que me das, / igual que bebe, curvado, el ciervo, / bebo pausada, regustándote, / bebo y sólo sé que te bebo […] Lago de Llanquihue, arcángel / que se me da prisionero, / gesto que mi antojo sirves, / abajadura del cielo, / doblada y caída, no hablo, / cegada de sorbo ciego, / y de ser tuya nada digo: / te bebo, te bebo, te bebo».
En 1939 realizó su tercer viaje por Estados Unidos. Partió rumbo a Francia, concretamente a Niza, para desempeñar sus funciones consulares.
En 1943 su sobrino se suicidó con arsénico. La poesía volvió a ser el cauce en el que podría verter tanto dolor: «Todavía, Miguel, me valen / como al que fue saqueado, / el voleo de tus voces, / las saetas de tus pasos / y unos cabellos quedados, / por lo que reste de tiempo / y albee de eternidades. // Todavía siento extrañeza / de no apartar tus naranjas / ni comer tu pan sobrado / y de abrir y de cerrar / por mano mía tu casa».
En 1945, a los 56 años, recibió el Premio Nobel de Literatura, noticia que conoció por el embajador sueco en Brasil. Viajó hasta el país nórdico en barco para recibir el galardón de manos del monarca sueco. Era la primera vez que un escritor latinoamericano era reconocido con tan alta distinción.
A partir de este momento los reconocimientos se sucedían de manera continua: Francia le concedió la Legión de Honor, Italia el doctorado honoris causa de la Universidad de Florencia, y Cuba la medalla Enrique José Varona de la Asociación Bibliográfica y Cultural de Cuba. Sus funciones consulares la llevaron hasta Estados Unidos, al ser destinada a Los Ángeles. En Francia se editaron dos antologías de su obra.
El último periodo, fue una época en la que Gabriela Mistral ya era conocida como una intelectual vivamente preocupada por el destino de toda Hispanoamérica, por su participación en encuentros panamericanos, donde ofrecía conferencias por doquier, dictaba cursos en universidades y ocupaba cargos diplomáticos, sin abandonar nunca su actividad poética, que se cerró con Poema a Chile, publicado una década después de su muerte acaecida en 1957.
Los restos de Gabriela fueron trasladados al cementerio de Montegrande, donde, según una claúsula de su testamento, quería reposar, en su querido valle de Elqui, en el pueblo donde pasó su infancia y estudió las primeras letras: «Es mi voluntad que mi cuerpo sea enterrado en mi amado pueblo de Montegrande».

                                                         POEMA DE CHILE

                                  Poemas

EL MAR

-Mentaste, Gabriela, el Mar
que no se aprende sin verlo
y esto de no saber de él
y oírmelo sólo en cuento,
esto, mama, ya duraba
no sé contar cuánto tiempo.
Y así de golpe y porrazo,
él, en brujo marrullero,
cuando ya ni hablábamos de él,
apareció en loco suelto.
Y ahora va a ser el único:
Ni viñas ni olor de pueblos,
ni huertas ni araucarias,
sólo el gran aventurero.
Déjame, mama, tenderme,
para, para, que estoy viéndolo.
¡Qué cosa bruja, la mama!
y hace señas entendiendo.
Nada como ése yo he visto.
Para, mama, te lo ruego.
¿Por qué nada me dijiste
ni dices? Ay, dime, ¿es cuento?
-Nadie nos llamó de tierra
adentro: sólo éste llama.
-¡Qué de alboroto y de gritos
que haces volar las bandadas!
Calla, quédate, quedemos,
échate en la arena, mama.
Yo no te voy a estropear
la fiesta, pero oye y calla.
¡Ay, qué feo que era el polvo,
y la duna qué agraciada!
-Échate y calla, chiquito,
míralo sin dar palabra.
Óyele él habla bajito,
casi casi cuchicheo.
-Pero, ¿qué tiene, ay, qué tiene
que da gusto y que da miedo?
Dan ganas de palmotearlo
braceando de aguas adentro
y apenas abro mis brazos
me escupe la ola en el pecho.
Es porque el pícaro sabe
que yo nunca fui costero.
O es que los escupe a todos
y es Demonio. Dilo luego.
Ay, mama, no lo vi nunca
y, aunque me está dando miedo,
ahora de oírlo y verlo,
me dan ganas de quedarme
con él, a pesar del miedo,
con él, nada más, con él,
ni con gentes ni con pueblos.
Ay, no te vayas ahora,
mama, que con él no puedo.
Antes que llegue, ya escupe
con sus huiros el soberbio.
-Primero, óyelo cantar
y no te cuentes el tiempo.
Déjalo así, que él se diga
y se diga como un cuento.
Él es tantas cosas que
ataranta a niño y viejo.
Hasta es la canción de cuna
mejor que a los niños duerme.
Pero yo no me la tuve,
tú tampoco, mi pequeño.
Míralo, óyelo y verás:
sigue contando su cuento.
LUZ DE CHILE
¿Qué tendrán las piedras pardas
y los pedriscos y el légamo
que al más cascado lo llevan
alácrito de ardimiento?
Es como que el Valle hace
de camino y de viajero
y nos lleva liberados
de jornada y de aceceo.
La luz viva travesea
a donaire y devaneo
y da mirada de amante
rica de descubrimientos.
Prendidos a lo que amamos
vistas ni aromas perdemos
y por la luz que tuvimos
de muertos seguimos viendo.
Hermana loca la Ruta,
Madre Luz y Padre el Viento,
y tu Norte aventurero
no me faltéis que voy sola
con un huemul y un pergenio.
Lleva un lindo trotecito
el ciervo en Abel contento
y el Valle se nos anima
de sus locos corcoveos.
Por fin la sonrisa sube
al indio en corto chispeo
y a los tres ya no les pesa
el mundo que recibieron.
La luz del Valle Central
es la que nos da ardimiento,
hace ver el maizal
en muchachada que danza
y las melgas de frijoles
son un baile de muchachas.
Ella muda el nisperal
en cargazón de luceros;
de la higuera hace matrona
inmóvil por regadora;
de cada piedra hace otra
que es Reina y camina…

 

PATAGONIA
A la Patagonia llaman
sus hijos la Madre Blanca.
Dicen que Dios no la quiso
por lo yerta y lo lejana,
y la noche que es su aurora
y su grito en la venteada
por el grito de su viento,
por su hierba arrodillada
y porque la puebla un río
de gentes aforesteradas.
Hablan demás los que nunca
tuvieron Madre tan blanca,
y nunca la verde Gea
fue así de angélica y blanca
ni así de sustentadora
y misteriosa y callada.
¡Qué Madre dulce te dieron,
Patagonia, la lejana!
Sólo sabida del Padre
Polo Sur, que te declara,
que te hizo, y que te mira
de eterna y mansa mirada.
Oye mentir a los tontos
y suelta tu carcajada.
Yo me la viví y la llevo
en potencias y en mirada.
-Cuenta, cuenta, mama mía
¿es que era cosa tan rara?
Cuéntala aunque sea yerta
y del viento castigada.
Te voy a contar su hierba
que no se cansa ni acaba,
tendida como una madre
de cabellera soltada
y ondulando silenciosa,
aunque llena de palabras.
La brisa la regodea
y el loco viento la alza.
No hay niña como la hierba
en abajar bulto y hablas
cuando va llegando el puelche
como gente amotinada,
y silba y grita y aúlla,
vuelto solamente su alma.

 

TALA
Muerte de mi madre
LA FUGA
Madre mía, en el sueño
ando por paisajes cardenosos:
un monte negro que se contornea
siempre, para alcanzar el otro monte;
y en el que sigue estás tú vagamente,
pero siempre hay otro monte redondo
que circundar, para pagar el paso
al monte de tu gozo y de mi gozo.
Mas, a trechos tú misma vas haciendo
el camino de juegos y de expolios.
Vamos las dos sintiéndonos, sabiéndonos,
mas no podemos vernos en los ojos,
y no podemos trocarnos palabra,
cual la Eurídice y el Orfeo solos,
las dos cumpliendo un voto o un castigo,
ambas con pies y con acento rotos.
Pero a veces no vas al lado mío:
te llevo en mí, en un peso angustioso
y amoroso a la vez, como pobre hijo
galeoto a su padre galeoto,
y hay que enhebrar los cerros repetidos,
sin decir el secreto doloroso:
que yo te llevo hurtada a dioses crueles
y que vamos a un Dios que es de nosotros.
Y otras veces ni estás cerro adelante,
ni vas conmigo, ni vas en mi soplo:
te has disuelto con niebla en las montañas,
te has cedido al paisaje cardenoso.
Y me das unas voces de sarcasmo
desde tres puntos, y en dolor me rompo,
porque mi cuerpo es uno, el que me diste,
y tú eres un agua de cien ojos,
y eres un paisaje de mil brazos,
nunca más lo que son los amorosos:
un pecho vivo sobre un pecho vivo,
nudo de bronce ablandado en sollozo.
Y nunca estamos, nunca nos quedamos,
como dicen que quedan los gloriosos,
delante de su Dios, en dos anillos
de luz o en dos medallones absortos,
ensartados en un rayo de gloria
o acostados en un cauce de oro.
O te busco, y no sabes que te busco,
o vas conmigo, y no te veo el rostro;
o vas en mí por terrible convenio;
sin responderme con tu cuerpo sordo,
siempre por el rosario de los cerros,
que cobran sangre para entregar gozo,
y hacen danzar en torno a cada uno,
¡hasta el momento de la sien ardiendo,
del cascabel de la antigua demencia
y de la trampa en el vórtice rojo!
 
NOCTURNO DEL DESCENDIMIENTO
A Victoria Ocampo.
Cristo del campo, «Cristo de Calvario
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero al verte mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
Mi sangre aún es agua de regato;
la tuya se paró como agua en presa.
Yo tengo arrimo en hombro que me vale,
a ti los cuatro clavos ya te sueltan,
y el encuentro se vuelve un recogerte
la sangre como lengua que contesta,
pasar mis manos por mi pecho enjuto,
coger tus pies en peces que gotean.
Ahora ya no me acuerdo de nada,
de viaje, de fatiga, de dolencia.
El ímpetu del ruego que traía
se me sume en la boca pedigüeña,
de hallarme en este pobre anochecer
con tu bulto vencido en una cuesta
que cae y cae y cae sin parar
en un trance que nadie me dijera.
Desde tu vertical cae tu carne
en cáscara de fruta que golpean:
el pecho cae y caen las rodillas
y en cogollo abatido, la cabeza.
Acaba de llegar, Cristo, a mis brazos,
peso divino, dolor que me entregan,
ya que estoy sola en esta luz sesgada
y lo que veo no hay otro que vea
y lo que pasa tal vez cada noche
no hay nadie que lo atine o que lo sepa,
y esta caída, los que son tus hijos,
como no te la ven no la sujetan,
y tu culpa de sangre no reciben,
¡de ser el cerro soledad entera
y de ser la luz poca y tan sesgada
en un cerro sin nombre de la Tierra!
Año de la Guerra Española.